La crisis sanitaria y social que ha traído, de forma inesperada, la irrupción del virus Covid19 ha señalado a las personas mayores como grupo vulnerable. Así, de forma homogénea, sin distinciones. Si bien es cierto que la mayoría de las víctimas mortales pertenecen al grupo etario de entre 80 y 89 años, los contagios se distribuyen de forma homogénea a partir de los 40 años. Es decir, la mortalidad es mayor entre personas más mayores porque su salud ya es más precaria.
La crisis sanitaria ha generado debates sobre si «merece la pena» atender a determinadas personas mayores lo que significa, en términos morales, dar un valor diferente a cada vida. Lo que está ocurriendo con el coronavirus es una especie de «estado de excepción» en el que los derechos humanos de las personas mayores entran en suspenso. Pero la realidad debería ser justo al revés. Como escribía en estos días Josep Armengol en su blog: «Luchar contra el coronavirus implica necesariamente luchar contra otro igualmente extendido y agresivo, altamente letal y extremadamente contagioso, silencioso y peligroso: el ‘virus del edadismo».
Los derechos humanos son universales y no son renunciables. Es decir, hasta el último aliento tenemos el derecho a vivir una vida de calidad. La crisis sanitaria ha develado en España un precario sistema de atención de largo plazo a las personas mayores, con un sistema segregado de residencias para mayores que se ha mostrado débil, una especie de trampa mortal para miles de ancianas y ancianos que han muerto o enfermado porque ha sido contagiados.
La reflexión sobre las personas mayores y el papel que juegan en nuestra sociedad no se podrá aplazar tras esta crisis. Cuando se conozcan las cifras reales y comiencen a aflorar las historias de abandono y soledad durante la enfermedad, tendremos que mirarnos como sociedad al espejo de la moralidad y sacar conclusiones.